jueves, 6 de diciembre de 2007

EL COMPROMISO DE CASPE

A la muerte de Pedro IV el Ceremonioso le sucede Martín I el Humano, quien a su fallecimiento había dejado sin rey a la Corona de Aragón al no tener heredero. Se produjo entonces un periodo de dos años en el que la búsqueda de una solución al conflicto hereditario tuvo su fruto.

Durante el interregno se reunieron las Cortes de Aragón en Calatayud y Alcañiz, con grandes disputas y enfrentamientos por parte de los seguidores de los principales candidatos al trono: el duque de Calabria y el conde de Urgel. Estos incidentes alcanzaron su mayor momento de estupor con el asesinato del Arzobispo de Zaragoza, lo que hizo que la opción de un tercer candidato desbancara a los dos desacreditados bandos. La figura de Fernando de Antequera, hijo de Juan I de Castilla, que había alcanzado fama en sus luchas contra los musulmanes, emergió con fuerza. Así como su condición de regente de Juan II, su sobrino, que le dio fama de buen gobierno, de lo que tan necesitado estaba entonces Aragón

Se escuchó el consejo del Papa Benedicto XIII, el aragonés Pedro de Luna, quien propuso que un “Consejo de Sabios” estudiara la forma de elegir la mejor opción, se recurriera a votación de forma democrática y su resultado fuese aceptado por todos.

En la concordia de Alcañiz, fue designada para tales reuniones la villa de Calpe, por su equidistancia de los tres reinos de la Corona: Aragón, Cataluña y Valencia, sin que tuvieran en cuenta para esta ocasión al Reino de Mallorca, también perteneciente a la Corona de Aragón. Allí se nominaron las nueve personas del trascendental cónclave, que eligiera al nuevo Rey de Aragón. También los condicionamientos de la votación: el elegido debía alcanzar los dos tercios y obtener al menos un voto de cada uno de los Reinos participantes.

Los tres representantes aragoneses designados fueron: Domingo Ram, obispo de Huesca; Francisco de Aranda, cartujo y el letrado Berenguer de Bardaji. Por Cataluña fueron elegidos Pedro Sarrariga, Arzobispo de Tarragona; Guillem de Vallseca, letrado y Bernardo Gualbes, Conseller de Barcelona, Por la Corona de Valencia acudieron Bonifacio Ferrer, prior general de la Cartuja; el teólogo Vicente Ferrer y el letrado Giner Rabasa quien fue sustituido por Pedro Beltrán.

D. Fernando de Antequera, Infante de Castilla; D. Alfonso, Duque de Gandia; D. Jaime, Conde de Urgel; D. Luís, Duque de Calabria y D. Fadrique, legitimados por el Papa Benedicto XIII, fueron los opositores a la sucesión.

Tras largas deliberaciones resultó vencedor Fernando de Antequera, infante de Castilla, nieto por vía materna de Pedro IV de Aragón y perteneciente a la casa de los Tratámara. La que había entrado a gobernar la Corona de Castilla en 1369 por Enrique II de las mercedes, al imponerse a su hermano Pedro I el Cruel. Para conseguir sus fines, el aspirante castellano contó con la inestimable ayuda de la Corona de Aragón que veía en los Trastámara lo mejor para sus intereses. Eran los tiempos de la guerra de “los dos pedros”: Pedro I de Castilla, el Cruel para unos y el Justiciero para otros, contra Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso.

De sus seis votos alcanzados, tres fueron aragoneses, dos valencianos y uno catalán que representaba a la burguesía catalana necesitada del comercio de la lana. El 28 de Junio de 1412 fue proclamado Rey de Aragón Fernando I de la Casa de Trastámara. Esta ejemplar decisión democrática no fue manchada, a pesar de la actitud posterior del testarudo Conde de Urgel, quien no aceptó el resultado sojuzgado por su madre. Optó por la rebelión y terminó encarcelado, siendo confiscados todos sus bienes. Fue entonces cuando el Condado de Urgel se incorporó a la Corona de Aragón.

El Compromiso de Caspe ha sido contemplado como un ejemplo de madurez de las instituciones de las tres Coronas que afrontaron la transición dinástica y que significó una solución pacifica a la situación de vacío monárquico, en la que estaba inmersa la Corona de Aragón con enfrentamientos entre partidarios de los bandos opositores. Con el Compromiso de Caspe se fortaleció la potencial política hispánica, ya fecundada siglos atrás, y que daría sus frutos durante el siglo XVI. Su proceder, debería ser tenido en cuenta en la actualidad, comprometidos nuestros gobernantes actuales en desandar lo andado para disimular vergonzosamente nuestro camino de siglos, prisioneros de la mezquindad y de la ignorancia.

viernes, 5 de octubre de 2007

LA CATEDRAL DE SANTIAGO

Discurría el siglo nono y un ermitaño y santo hombre, Pelagio, caminando por Iria reconoce la luz divina que se abre paso en el tupido bosque acompañada de cánticos de ultratumba. Se lo cuenta al obispo Teodomiro, quien en procesión acude al lugar del prodigio. Encuentran un arca de mármol de apariencias romanas y creen hallar en su interior los despojos del apóstol Santiago. Alfonso II el Casto, rey de Asturias, hombre religioso y gran devoto, mandó alzar una ermita para venerar el lugar. La confirmación de la reliquia por el papa León III implica carácter notarial y la buena nueva recorre todos los confines ibéricos con glosas de divinidad.

Occidente tiene su nueva Roma, la monarquía logra aumentar su respeto, aviva el fuego de la liberación y la recuperación de los valores cristianos ante el Islam usurpador alcanza las necesarias motivaciones para la Reconquista. El poder cultural, político y militar musulmán será amenazado por la nueva savia creadora de caudillos y guerreros.

En la Iria Flavio romana predicó un discípulo de Jesús. La Virgen se apareció a Santiago sobre un pilar en Zaragoza. El Apóstol murió decapitado en Jerusalén. El traslado de sus restos al “fin de la tierra”, un misterio. Poetas y prosistas, historiadores y costumbristas, teólogos y pensadores podrán cuestionar el significado de la efeméride y la autenticidad de los huesos. Pero la leyenda es la creencia de los siglos. Y la creencia es auténtica

Pese a la extrañeza que provoca la leyenda, lo cierto es que su poder se multiplica, nace el símbolo, el estandarte contra el moro, y sobre un caballo blanco surge Matamoros.

¡Santiago y cierra España ¡ Grito de guerra y hazañas de norte a sur corren por las montañas, cruzan los ríos y empujan a los sarracenos. Nace una orden militar y el Arzobispo de Compostela la nomina de Santiago. Esta milicia y su prestigio es demandada desde Antioquia y Constantinopla. Los santiaguistas acuden a las luchas contra la Media Luna.

Gelmirez, el gran Arzobispo de Compostela, impulsor de la construcción de la gran basílica románica, consagró en 1105 nueve capillas, levantó el crucero y construyó el coro de los canónigos de aquella joya arquitectónica.

La leyenda se extendió. El “Camino francés” entraba en España por Roncesvalles y hasta Compostela se le bautizó como “Camino de Santiago”.

Ante el pórtico de la Basílica medraron comerciantes, quincalleros, buhoneros y demás menestrales, quienes se aprovechaban de los peregrinos por sus demandas: objetos de todo tipo con referencia al Apóstol, imágenes y cruces pasadas por su cuerpo, esquilas de los bueyes portadores del cadáver, conchas con poder milagrero, mapas de rutas por donde había predicado, bordones de madera del bosque donde fue encontrado y calabazas con agua de una fuente del santo lugar. Albergues, yerbas curativas, bálsamos para los pies, curas que se prestaban para confesar a los de lenguas extranjeras, ayuda de todo genero y hasta putas limpias se ofrecían. Los peregrinos (capa, sombrero de alas con la venera por emblema, bordón, calabaza y mochila) fueron sucediéndose de generación en generación durante años y siglos, con procedencia de todos los confines del mundo cristiano. Llegaban sucios y pestilentes. Tras hacer sus abluciones y como persistía el hedor al entrar en la basílica hubo de instalarse un enorme incensario, el famoso botafumeiro que sahumaba al templo repleto de fieles.

El ritual se crea en la impresionante Plaza del Obradoiro ante la magna entrada a la Catedral en la columna central del Pórtico de la Gloria. En su parteluz, el tiempo y la piedad han labrado cinco hoyos. El peregrino pone en ellos sus dedos y pide tres íntimos deseos. La superstición o la credulidad les llevan también a dar tres cabezadas contra la estatua en la que se inmortalizó el maestro Mateo, autor de la gran arquitectura románica. Dicen que los cabezazos despejan la inteligencia y mejoran el entendimiento. En su interior, en una urna de plata están los que se consideran restos del Santo Apóstol.

La Leyenda quedó reflejada desde los Cantares de Gesta hasta la Literatura de nuestros días. Su grandeza reside en su persistente actualidad, donde creyentes y no creyentes participan de unas necesidades, para unos espirituales, para otros inminentemente culturales.

Después de Roma, Santiago. Su iglesia ha tenido privilegios excepcionales, desde el nombramiento de cardenales hasta el de celebrar cada siete años un Año Santo de jubileo internacional. Soberanos de todo el mundo han acudido al jubileo. Prelados de otras iglesias, monjes de otras confesiones, sabios y grandes santos fundadores, como Francisco de Asís y Domingo de Guzmán.

La leyenda de Compostela está en su segundo milenio.

domingo, 19 de agosto de 2007

LOS HIDALGOS

El diccionario de la Real Academia de la Lengua los define como personas de ánimo generoso y noble. También a los que por su sangre son de una clase noble y distinguida.

Desde el Siglo XIII, la antigua nobleza castellano-aragonesa reconocía como tales a quienes siendo de noble linaje no consiguieron fortuna, Correspondía pues, a los que se quedaron cerca de la pobreza, y ésta fue la que marcó su destino. Por tal motivo fueron considerados como hijodalgos, equivalente a hijos de bien, como único atributo y efímera distinción. A la par, en los núcleos urbanos, esta baja nobleza integró a los caballeros, mientras que en la zona rural se les otorgaba el tratamiento de hidalgos.

La hidalguía era consideración adquirida por herencia familiar, aunque también fuera merced de los reyes su otorgamiento. Y lo fue con tanta prodigalidad, que obligó, principalmente a los Reyes Católicos revocar privilegios que Enrique II, "el de las mercedes", el primero de los Trastámara, había concedido cien años atrás de forma poco clara. Otros reyes, también tuvieron que tomar la misma decisión, al haberse concedido sin justa causa tratamientos de nuevos hidalgos. Se otorgaron un gran número de hidalguías en los años de luchas por tierras de Flandes y de Nápoles, en agradecimiento a los servicios prestados a la Corona, la única forma de medrar en la vida.

Los hidalgos tuvieron muchos privilegios, como el de no trabajar, a pesar de la situación de penuria que padecían, que era lo más frecuente. Su condición hereditaria les facultaba para no ir a la guerra, aunque en ocasiones lo hicieran. No era el caso de los que lo habían obtenido por meritos de lucha, pues ese había sido, principalmente, el motivo de participar en ellas. Los hidalgos obtenían la exención de impuestos y por las deudas contraídas podían perder su patrimonio, siempre escaso, a excepción de sus armas o de sus caballos. Tenían el derecho de cárcel aparte, o de favor, por el incumplimiento de las leyes penales regidas en cada momento.

En el reinado del Austria, Carlos I, ante la conveniencia de dotar a la nobleza de las mayores jerarquías, se creo la superior de “grande de España”, cuya mayoría eran duques. Y junto a marqueses, condes y los vizcondes de Aragón, formaban la alta nobleza. Sus patrimonios lo constituían los señoríos, las tierras y las rentas que habían generado. La baja nobleza, por su escasez de medios, quedaba entonces para los caballeros o hidalgos, según fueran de zona urbana o rural, respectivamente. Donde más hidalgos existieron lo fueron en Extremadura y en los Señoríos de Vizcaya y Guipúzcoa. Esto explica que más del noventa por ciento de los conquistadores por las lejanas Indias, fueran naturales de estas tierras castellanas, necesitados como estaban de enriquecerse.

Para buscar fortuna en las Indias sólo se autorizaba cruzar el océano, en nombre propio, a los que les correspondía la condición de hidalgos. Quienes no tenían esta distinción, debían enrolarse a las órdenes de quienes sí la tuvieran. Sin embargo, esta autorización de conquista, sólo se otorgaba a los hidalgos de Castilla, pero sin menoscabo hacia los existentes en los otros reinos de las Españas. Para estos, se firmaba el decreto “del día siguiente” que les facultaba a sumarse a la autorización del día anterior: la adjudicada al hidalgo castellano y en las mismas condiciones que a éste.

En siglo XVII, el de la decadencia, en una España no productiva, fueron los hidalgos los principales personajes que se paseaban por las luces y sombras de los pueblos y de las ciudades, aunque más lo hacían en las horas de la oscuridad, gozando de una vida contemplativa pero con sus bolsillos vacíos. Abundaba en ellos la penuria, dedicándose a duelos y quebrantos, así como a cualquier encargo de regular paga, pues si ésta era buena, se atribuía a jornada de gran fortuna. Unas veces, retaban a otros por encomienda recibida de quienes eran de superior linaje, previo pago de unas monedas de plata u oro. Y en otras, los más gallardos, cruzaban espada para salvar su honor: el único activo que les quedaba.

Los hidalgos fueron fuente de inspiración para los grandes genios literarios del Siglo de Oro Español, destacando el más famoso de ellos, Don Quijote, quien sobre la flácida grupa de Rocinante aún sigue cabalgando a través de los siglos por toda la faz de la tierra, si no desfaciendo entuertos, sí al menos simbolizando el mejor ejemplo de la miseria que existió a lo largo de aquel siglo decadente.

A mediados del siglo XVIII, los Borbones, con el fin, si no de eliminarlos, sí al menos de reducirlos, revisaron los títulos de los hidalgos. Ello fue debido a que su distinguida condición les impedía trabajar, siendo interés de la Corona que España dejara de ser una nación de gente improductiva, necesitada como estaba, de brazos emprendedores. También consiguieron eliminar muchos de sus privilegios, pues dejaban de tener sentido, facilitado en gran manera por las reformas administrativas llevado a cabo en el último tercio del siglo. Consiguieron reducir su número, incluso algunos de ellos, deseosos como estaban de optar a servicios que intuían lucrativos por el influjo del Siglo de las Luces en los campos de las artes y de las ciencias, especialmente, se fueron incorporando al mundo del trabajo. Gracias sobre todo, a las instauradas Sociedades de Amigos del País, creadas para dar a la vida económica española el impulso que necesitaba. Buenos deseos que desgraciadamente quedaron en un vano intento, pero sembraron una semilla que muy lentamente fue dando sus frutos.

Carlos III trató de favorecer a las clases trabajadoras, creando obstáculos a los hidalgos que deseaban seguir gozando de una vida contemplativa a pesar de la miseria que de siempre les había rodeado.

La picaresca dejaba de ser emblemática en el siglo de la Ilustración; y con el final del Antiguo Régimen desapareció la holganza, fielmente interpretada en una de la más pintoresca página de nuestra historia; al menos, con el raído disfraz del bizarro hidalgo español.



Y la Real Academia de la Lengua dice de ellos:

Hidalgo de bragueta. m. Padre que, por haber tenido en legítimo matrimonio siete hijos varones consecutivos, adquiría el derecho de hidalguía.

Hidalgo de cuatro costados. m. Aquel cuyos abuelos paternos y maternos son hidalgos.

Hidalgo de devengar quinientos sueldos. m. El que por los antiguos fueros de Castilla tenía derecho a cobrar 500 sueldos en satisfacción de las injurias que se le hacían.

Hidalgo de ejecutoria. m. El que ha litigado su hidalguía y probado ser hidalgo de sangre. Se denomina así a diferencia del hidalgo de privilegio.

Hidalgo de gotera. m. El que únicamente en un pueblo gozaba de los privilegios de su hidalguía, de tal manera que los perdía al mudar su domicilio.

Hidalgo de privilegio. m. El que lo es por compra o merced real.

Hidalgo de sangre. m. y f. La persona que por su sangre es de una clase noble.

Hidalgo de solar conocido. m. El que tiene casa solariega o desciende de una familia que la ha tenido o la tiene.

martes, 17 de julio de 2007

NUESTRA ESPAÑA

Y a través de los tiempos, surgió España. Con sus luchas, con sus victorias y con sus derrotas. Con sus gestas, con sus leyendas, siempre tan necesarias. Aunque de aquellos hombres no quedaron todos, porque muchos tuvieron que huir de la intolerancia a destinos lejanos, donde labraban lamentos de añoranza por una España abandonada de la que también se sentían parte.

De la monarquía visigótica, donde se hizo posible la fecundación de “nuestra España”, huyeron cristianos del Andalus buscando refugio en territorios rescatados. Después, judíos expulsados de su Sefarde se alojaban allende los Pirineos. Moriscos más tarde, obligados al destierro, despoblaban Aragón y Valencia, empobreciéndolas. Eran limpiezas de sangre.

Los mismos caminos siguieron años más tarde los afrancesados, empujados a marcharse, tachados de falta de patriotismo por la ignorancia de un pueblo que no quería dejar de serlo. Los liberales, temerosos de la furia de “cien mil hijos de san luís”, huían de los absolutistas. Igualmente los Jesuitas eran arrojados por desamortizaciones u odios anticlericales. Y los seguidores del carlismo veían rotas sus ilusiones por los que se llamaban liberales, debido a una lucha sucesoria que duró demasiado tiempo y nos empobreció a todos, más si cabe.

Las derrotas de todos ellos significaban siempre el triunfo de la ortodoxia. Otras, correspondían al defender un pensamiento laico e ilustrado desarrollado en Europa y que sucumbía una y otra vez en una España adelantada a la Reforma por la gestión del Cardenal Cisneros. Un Luís Vives, ausente de su tierra, añoraba su lugar de nacimiento en el que penaban sus familiares.

Sin duda, fueron demasiados los hijos de su patria, los que tuvieron que elegir la luz del exilio desde su cuna querida, envuelta en cortinas adornadas de sombras.
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A nuestro gran imperio de dos siglos de esplendor, años en los que en España no se ponía el Sol y en cuyos territorios no se conoció caso de rebelión porque todos aquellos héroes, o aventureros, nacidos en cualquier punto de nuestra piel de toro fueron leales a su causa, le siguió otro siglo que terminó en decadencia. En éste, en el XVII, se produjeron enfrentamientos en tierras catalanas debido a la desconfianza del pueblo hacia sus políticos, sin cuestionar su condición española. Terminó el siglo con un sentimiento español integro, significando para el pueblo catalán, especialmente, el inicio de un arranque hacia una economía futura muy próspera, como se vio a finales del siguiente periodo. Las leales provincias vascongadas, que tanto habían contribuido a descubrimientos, a gestas y a conquistas universales, igualmente siguieron atesorando su carácter español de siempre.

El siglo XVIII había comenzado con una guerra sucesoria que vecinos expectantes convirtieron en internacional. Su final, significó la recuperación económica, donde las reformas administrativas y la Ilustración, contribuyeron a un siglo de esperanza, cuyas semillas no fueron del todo aprovechadas. “La Centralización es la Civilización”, decían los ilustrados, y toda Europa se lanzó a tal empeño.

El siglo XIX fue el de las guerras. Conseguida la “Independencia” gracias a la heroicidad del pueblo español entero, los liberales tuvieron su Trienio machacado; se perdieron las colonias americanas; los carlistas e isabelinos, por tres veces combatieron. Fue un siglo de desamortizaciones que no sirvieron para lo que se anunciaron: fueron la riqueza para unos pocos –nacieron los latifundios- y el hambre para muchos. Finalmente, un Sexenio Revolucionario con sus guerras cantonales, terminaron en una Restauración borbónica gratamente aceptada por el pueblo. Y finalmente, la pérdida definitiva del último rescoldo en ultramar.

Sin duda alguna, fue este siglo el más apasionante; y por lo sangriento, el más miserable. Hoy en día muchas de estas y aquellas vicisitudes son manipuladas desde la mentira y el engaño por contadores de cuentos y soflamas nacionalistas carentes de todo rigor.

Y pese a ello, como un cuerpo sin brazos que deseaba llegar a todas partes, fue posible un sentimiento iniciado y labrado con sangre dieciocho siglos atrás. Si la aceptación popular no fue suficiente, los notarios de la cultura así lo testificaron.

Muy atrás había quedado el Siglo de Oro español, cuyos hijos nos han ilustrado a todos. Y de cuya semilla, tres generaciones de personajes doctos no dudaron de la autenticidad de una España que nos enriquecía a todos. En el papel dejaron escrito historias, hábitos y denuncias de patriotas que habían aportado, desde la ilusión y la duda, desde el orgullo y el servilismo, desde el interés y el hambre, desde la religiosidad y la ignorancia, su acto de presencia. Aquellos genios literarios dejaron impreso en prosa y en verso, el sentimiento de una obra auténtica.

Ni la generaciones del 68 y 98, ni la del 27, cuestionaron o pusieron en duda la existencia de un pueblo ya viejo, librador de gestas y desgracias, convertidas en gérmenes embrionarios de su integridad.

Primero los Bécquer, Pérez Galdós, Juan Valera, José Maria de Pereda, Pedro Antonio de Alarcón, Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés como los más representativos, nos hablaron del individuo y de su entorno social.Después, ni Giner de los Rios, ni Ganivet, ni Unamuno, ni Ramiro de Maeztu, ni Azorín, ni un joven Ortega y Gasset, ni Machado, ni Pio Baroja, ni Valle-Inclan, ni Blasco Ibáñez, ni Gabriel Miro, ni Joan Maragall, ni otros, cuestionaron a España. Todos ellos, en su heterodoxia, nos hablan de errores, aciertos y enfrentamientos durante aquel largo camino.

Y en la generación del 27, estaban los Jorge Salinas, Pedro Guillen, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Luís Cernuda, Emilio Prado, Altolaguirre, entre otros. También buscaban hueco Luís Buñuel y Salvador Dalí. Así como unos buscaban el encuentro entre la vanguardia de lo nuevo y los clásicos españoles, otros mostraban su preocupación por los acontecimientos sucedidos y trataban de ilusionar al pueblo español. Muchos de ellos, otra vez, fueron los protagonistas de un nuevo exilio.

Estas generaciones de ilustres, nacidas mayoritariamente en la periferia peninsular, no denunciaban opresión ni sometimiento alguno, porque nunca jamás había existido. No correspondían todos ellos, ni mucho menos, a un movimiento literario centralista para encumbrar hazañas imperiales. Nunca más lejos de esto. Narraban en sus novelas, ensayos y poemas, con la mejor y más noble intención, la grandeza y la miseria habidas. Unos melancólicos y otros ilusionados, testimoniaban para la posterioridad, como notarios de lo que conocían, la existencia de una vieja nación.

Todas estas generaciones de insignes quedaban muy lejos de lo que después de una “guerra civil anunciada”, sería, sobre todo en los libros de texto y propaganda oficial, una tergiversación del sentimiento español. En la “Formación del Espíritu Nacional” nos hablaban de “una unidad de destino en lo universal”, cuyo significado nadie sabía explicar. Se mostró, desde el poder, una nación en la que el palio y el altar eran consustanciales con el ser español. El “ser español es lo más importante que se puede ser en el mundo”, nos decían. Estas y otras leyendas, castraban las mentes de una juventud que escuchaba una sola ilusión manipulada.
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El mismo pecado se cometió después de la transición democrática. Desde el engaño en la gestación de unas “Comunidades históricas”, y desde el poder hacía el pueblo, y no a instancias de éste, en muchos centros tan sectarios como interesados -colegios, institutos, universidades- se instauró un sentimiento nacionalista no demandado, desde la base dogmática de ocultar a la juventud la realidad de nuestra historia, al tiempo que amputaban su intelectualidad. Todo ello ideado por los arribistas y para su beneficio; alimentando constantemente el enfrentamiento entre aquellos cuyos antecesores habían contribuido desde hacia dos mil años a la formación de la vieja nación, culta en historias, tanto interiores como periféricas, que es “nuestra España”.

Nuestra nación, una de las más antiguas de lo que en su tiempo se llamó la Cristiandad, y después pasó a ser Europa, cuyos orígenes cristianos también se quieren silenciar.